Llevan ya varios días acampando en sol, desencantados con el sistema o indignados como ellos mismos dicen. Son en su mayoría jóvenes, pero también hay jubilados, familias… No sé sabe muy bien lo que piden, ni siquiera ellos mismos lo saben. Aseguran que sus problemas son el paro, los bajos salarios, los recortes de beneficios sociales, y culpan de ello a los bancos y a la clase política, corrupta.
La acampada de sol pronto se replicó en varias ciudades españolas primero, y ahora en varios países: ciudadanos portugueses o griegos, afectados con los supuestos mismos males que los españoles, también están indignados. Ante la extensión de la protesta no cabe duda que el fenómeno es global y achacarlo a un partido político u otro, sólo sirve para desviar la atención sobre un problema común, extendido en un mundo globalizado donde las empresas se mueven de aquí para allá donde mejor puedan realizar su trabajo.
La mayoría de los asistentes a estas acampadas (por no decir la totalidad) twitteaban la protesta desde sus smartphones más o menos caros pero con un denominador común: han sido manufacturados todos en países como China, por obreros en masa que cobran sueldos ridículos y están sometidos a tremendas cargas de trabajo y presión, que muchas veces acaban en suicidio. Lo hacen presumiendo de vaqueros -de marca pija o del Carrefour-, realizados ambos en fábricas contiguas en esos mismos países donde la productividad está muy por encima de cualquier derecho no laboral, sino humano. Han disfrutado recientemente de unos juegos olímpicos donde para construir un estadio el Gobierno ha arrasado literalmente con las casas de sus habitantes y ha exterminado toda la pobreza para dar una imagen de potencia emergente al mundo. Y cuando se quedan sin sal a las once de la noche, o se van de botellón, acuden convenientemente a abastecerse a un local regentado por inmigrantes donde trabajan familias de siete de la mañana a una de la madrugada sin parar, y sin protestar.
Todos estos indignados están indignados de ser (falsos) mileuristas por trabajar ocho o nueve horas al día. Pero tal vez deberían estar indignados de haber mantenido y dado alas a un sistema laboral y social que primero se ha fraguado en países emergentes de nuevo cuño y que ya ha llegado aquí y, les guste o no, tiene toda la pinta de ser su futuro.